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Didáctica de la libre expresión

Si nos remontamos a cómo fuimos alfabetizados nosotros los adultos, seguramente coincidiremos en que aprender a escribir fue sinónimo de aprender a dibujar las letras.


La enseñanza de la escritura históricamente abarcó varias disciplinas, como la caligrafía, la ortografía, la gramática o la composición, entre otras. Y esas mismas destrezas, sumadas a la prolijidad y al copiado que fueron importantes en nuestro proceso de aprendizaje, son las que habitualmente volvemos a entrenar cuando acompañamos la alfabetización de nuestros niños.


Sin embargo, alguna vez nos detuvimos a reflexionar acerca del propósito de la adquisición de estas habilidades?


Para qué leemos?

Para qué escribimos?


Al analizar los resultados de nuestros métodos alfabetizadores nos damos cuenta que, de nada sirve obsesionarnos con que los niños aprendan en los primeros años a descifrar palabras de un texto, si luego no logramos despertar en ellos el hábito de la lectura. Como tampoco tiene demasiado sentido enseñarles a transcribir palabras y frases con ideas prestadas, si después no saben cómo transmitir las propias.


El lenguaje escrito es un medio de expresión, y su aprendizaje no debería dejar de lado este objetivo tan importante para dedicarse exclusivamente al ejercicio de su mecánica.


El pedagogo francés Celestin Freinet fue quien hizo hincapié en el propósito de la lectoescritura, y desarrolló un método de enseñanza que el maestro argentino Luis Iglesias denominó "Didáctica de la libre expresión". Básicamente se trataba de la apropiación del lenguaje escrito sin despojarlo de su razón de ser, a través del acompañamiento respetuoso de un proceso natural que transitamos todos los seres humanos hasta llegar a la palabra escrita.

Este proceso parte siempre de lo pictórico. El niño plasma su vivir cotidiano primero en el dibujo, del mismo modo en que el hombre prehistórico dibujaba el bisonte que acababa de cazar en la pared de su cueva. La imagen presenta características de una narrativa que cuenta los acontecimientos vividos, vistos o imaginados; constituyendo la expresión pura grabada en una roca, en una tabla de arcilla, en un papiro, o en un pliego de papel...



Pasará tiempo hasta que el lenguaje simbólico aparezca, y lo hará a través del dibujo. Así como la pintura rupestre dio paso al jeroglífico y este a su vez se fue simplificando más hasta dar origen a las letras, las primeras escrituras infantiles también aparecerán a modo de epígrafes en sus ilustraciones.



La imagen es el paso intermedio, cumple una función ordenadora y actúa de puente entre la experiencia concreta y la palabra abstracta que la representa. Hasta que el lenguaje escrito cobre cada vez mayor importancia y vaya desplazando lentamente al dibujo.


Las grafías se aprenderán, al igual que su consciencia fonológica, pero sin sacarlas de contexto. Lo mismo ocurrirá con la ortografía y la gramática, a las cuales luego se les podrá dedicar una enseñanza un poco más sistemática, pero con un texto inicial presente cargado de significado.


Este es el proceso que todo adulto debería acompañar, proporcionando el tiempo, el espacio y los materiales necesarios para que pueda llevarse a cabo de forma adecuada. Proporcionándole al niño diversas experiencias, estimulando el dibujo como medio expresivo de esos acontecimientos, y dando lugar a la palabra escrita que se desprende de la imagen.



 

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